El latín comenzó como la lengua de una pequeña comunidad en la región del Lacio, pero con el crecimiento del Imperio Romano se convirtió en el idioma predominante de Europa. Sin embargo, la caída del Imperio en el siglo V marcó un cambio en su uso: el latín dejó de ser una lengua viva en constante evolución y se transformó en un idioma de preservación y enseñanza.
La Iglesia Católica jugó un papel crucial en esta transición. A medida que las lenguas vernáculas se desarrollaban, el latín permaneció como la lengua litúrgica y administrativa de la Iglesia. El llamado «latín eclesiástico» adoptó un estilo más estático y estandarizado, adaptándose a las necesidades religiosas sin perder su vínculo con el pasado romano. Gracias a este proceso, el latín se convirtió en un símbolo de unidad espiritual y cultural, perdurando a través de los siglos incluso en épocas de profundas transformaciones políticas y sociales.