El latín, la lengua que dominaría el mundo antiguo, tiene orígenes modestos en una pequeña región de la península itálica. Surgió en el Lacio (Latium), una zona central habitada por los latinos, un pueblo itálico de origen indoeuropeo. Se cree que el latín comenzó a diferenciarse de otras lenguas itálicas alrededor del siglo VIII a.C., cuando Roma era apenas una aldea. A medida que la ciudad crecía en importancia, su lengua también comenzó a expandirse.
En sus inicios, el latín era una lengua sencilla y rústica, utilizada principalmente para el comercio y la administración local. Las primeras inscripciones en latín, como la inscripción de la Lapis Niger (siglo VI a.C.), muestran una lengua arcaica, con una ortografía rudimentaria y características gramaticales que luego desaparecerían. Durante este periodo, el latín compartía espacio con otras lenguas como el etrusco y el griego, que influyeron considerablemente en su desarrollo. Por ejemplo, el alfabeto latino derivó del alfabeto etrusco, que a su vez tenía raíces griegas.
A medida que Roma extendía su poder sobre el resto de Italia, el latín empezó a absorber vocabulario y conceptos de las lenguas vecinas. Palabras como templum (templo), mūrus (muro) y taberna (tienda) revelan préstamos del etrusco y del griego. Esta etapa temprana preparó el terreno para la transformación del latín en una lengua más flexible y rica, capaz de adaptarse a las necesidades del futuro Imperio Romano.