A medida que Roma expandía su poder por el Mediterráneo y más allá, el alfabeto latino se convirtió en herramienta de administración, comercio y comunicación en todas las provincias del Imperio. Los romanos llevaron su lengua y escritura desde Hispania hasta Mesopotamia, desde Britania hasta el norte de África, consolidando el latín como lengua común en los territorios conquistados.
El éxito del alfabeto latino radicó en su simplicidad y adaptabilidad: con solo 23 letras (en su forma clásica, sin la J, la U y la W, que se añadieron mucho después), podía representar eficazmente los sonidos del latín y ser fácilmente aprendido por los pueblos sometidos. En las provincias, aunque persistieron las lenguas locales, el latín y su alfabeto se usaban en la esfera pública: leyes, inscripciones monumentales, monedas y documentos oficiales. Con el tiempo, el latín vulgar se mezcló con las lenguas locales, dando origen a las lenguas romances (español, francés, italiano, etc.), pero el alfabeto latino prevaleció como sistema de escritura.
Después de la caída del Imperio Romano de Occidente en el siglo V d.C., la Iglesia Católica preservó y difundió el alfabeto latino durante la Edad Media. Monjes copistas en monasterios siguieron escribiendo textos en latín, lo que permitió que este sistema sobreviviera a los cambios políticos y sociales, consolidándose como el alfabeto dominante en Europa.