Aunque el latín fue la lengua oficial y administrativa de la antigua Roma, la ciudad y su vasto Imperio eran un auténtico mosaico lingüístico. Roma, como capital de un territorio que abarcó desde Hispania hasta Siria y desde Britania hasta el norte de África, era hogar de comerciantes, soldados, esclavos y ciudadanos libres que aportaron sus lenguas nativas a la vida cotidiana del mundo romano.
El griego, por ejemplo, era la lengua franca en la parte oriental del Imperio y fue especialmente relevante en la alta cultura romana. Muchos filósofos, escritores y educadores de la élite romana provenían de Grecia o de regiones helenizadas. Los romanos educados dominaban el griego además del latín, usándolo en la literatura, la retórica y las relaciones diplomáticas. De hecho, el poeta Horacio dijo que Grecia «conquistada conquistó al fiero vencedor», en referencia a su influencia cultural y lingüística.
Pero el griego no era el único idioma que coexistía con el latín. En la península itálica, idiomas como el etrusco, el osco y el umbro precedieron al latín y dejaron huellas en vocabulario y costumbres. Más allá de Italia, el celta era común en la Galia y Britania, mientras que en Oriente se hablaban lenguas como el arameo o el siríaco, y en el norte de África persistían el púnico y los dialectos bereberes. Las legiones romanas, al desplazarse y asentarse en provincias lejanas, también absorbieron palabras y expresiones locales que enriquecieron el latín vulgar, dando lugar a su evolución posterior.
Esta diversidad lingüística no fue una amenaza para el latín, sino una fuente de vitalidad. El Imperio Romano, con su pragmatismo característico, permitió la coexistencia de lenguas locales mientras usaba el latín como vehículo de la administración y el derecho. Así, Roma no solo unificó territorios con caminos y leyes, sino también al respetar y asimilar las voces de los pueblos que integraba, dejando un legado lingüístico que todavía resuena en las lenguas modernas.